Soluciones simples para problemas complejos
Venezuela: la vía modernorum
Teorizar sobre las causas de por qué somos como somos, y por qué estamos como estamos, resulta inútil y vano. Las causas, en gran parte, son remotas, incomprensibles e inabordables; y por ende es un derroche de talento y de esfuerzos que no conduce a nada. Lo que sí debemos abordar son los efectos de nuestra historia nacional. Entre ellos surgen dos que se correlacionan, se complementan y se corresponden como las dos mitades del yin y yang. Por un costado, nuestra economía, púber e inmersa en un marasmo atroz; depende de un solo producto que ha servido, entre otras cosas, para comprar conciencias y corromper voluntades. Por el otro, un país patas arriba, donde el noventa por cien de la población vive hacinado donde debería vivir apenas un decimo. Ambas circunstancias crean un tejido social orlado por el desempleo, la delincuencia, la emigración como alternativa de vida, el abandono de la producción agrícola y pecuaria y por ende, la inseguridad agroalimentaria, y el aislamiento socio cultural de la poca población rural que resta en el país. Cambiar esas dos circunstancias es la necesidad imperiosa. Si algo se debe hacer es la ruptura irresistible e irrevocable con el pasado, en aras de lograr, por fin, la novedad y el progreso. Empezar a transitar por la vía modernorum ¡No es cuestión de revolución sino de evolución!
Oro negro en nuestro torrente sanguíneo
No es necesario escribir mucho al respecto. Todos sabemos que el petróleo es el producto más cotizado del mundo porque es el que permite crear todos los demás. El que tiene el petróleo tiene el poder, pero aquello, en realidad, es una maldición. Tantos millones de dólares en un país relativamente pequeño ha servido para corrompernos y embrutecernos. Gracias a ese exceso de dinero es que se sostienen nuestros vicios nacionales: corrupción, facilismo, holgazanería, mediocridad, despilfarro y descontrol. Cualquier problema que Venezuela tenga, nuestros gobiernos han querido resolverlo con plata. Es como esos padres ricos e irresponsables que tratan de cubrir los defectos, faltas y traumas de sus hijos, enviándolos de viaje o comprándoles un último modelo.
Las ciudades engendros y los pueblos bastardos.
Hace más de cien años nuestros pueblos empezaban a surgir entre un esplendor de progreso y superación que de un momento a otro se vio truncado. Santa Ana del Táchira, el pueblo donde vivió mi bisabuelo don Melquiades León, para los primeros años del siglo XX, era hermoso, pujante y lleno de un encanto incomparable. Había una inmensa laguna con dos góndolas al estilo veneciano. Precisamente una se llamaba Venecia y la otra 19 de Abril. Los hombres iban vestidos con traje de lino, de casimir inglés, con sombrero y corbata. Las mujeres con sus trajes de muselina, del tafetán más suave de la tierra, con mantillas y abanicos, y la sombrilla para protegerse del sol. Luego hubo cine, biblioteca y club social. Las iglesias fueron monumentales y hermosas. La cultura, sin internet ni ninguna otra herramienta, se paseaba por la mesas de mi pueblo. En muchas casas se leía a Moliere, a Pérez Galdós, Balzac, Baudelaire, Rimbaud, y pare de contar. Las tradiciones eran hermosas y coloridas. Se bebía coñac, Brandi de Domec, Champagne, Absenta y se probaban en nuestras mesas los más suculentos manjares de dentro y fuera del país. De pronto todo se acabó.
Nuestros pueblos tienen más de ochenta años de un proceso de desmoronamiento y debacle sostenido. La mayoría de ellos apenas subsiste. Pareciese que el progreso únicamente abordó las ciudades capitales y no tuvo la fuerza necesaria para despegar por los caminos y contagiar nuestros pueblos perdidos entre las montañas, entre las sierras verdes, entre los llanos infinitos y más allá de los farallones de la costa. Nuestras ciudades crecieron y se convirtieron en los engendros que hoy día son. Ciudades sin identidad e improvisadas, sin esencia ni orden. La ciudad creció sin planificación y el progreso que hoy día se manifiesta en ellas, fue producto del proceso de evolución natural que el mundo experimentó durante el siglo XX. Resulta imposible atribuirle ese desarrollo mínimo a las políticas de estado, ni de la cuarta ni de la quinta república. Para nadie es un secreto que las últimas obras y proyectos de envergadura que vieron nuestras ciudades, lamentablemente, fueron aquellas proyectadas por la dictadura de Pérez Jiménez. A partir de allí el crecimiento ha sido producto de la inversión privada, nacional y extranjera. Pero para quien se preocupa por el lucro y el enriquecimiento, poco importó el orden y la planificación en el crecimiento de nuestras ciudades; no porque la inversión privada sea macabra y maliciosa, sino porque simplemente no es su responsabilidad planear cómo y cuándo debía crecer nuestro país. Simplemente hicieron lo que pudieron. Lo que si queda claro es que por culpa de la incompetencia de todos nuestros gobiernos, nuestras ciudades están circundadas por anillos de barriadas, donde la gente que abandonó nuestros campos y nuestros pueblos, se asentó de forma improvisada e irresponsable. Por ello nuestras ciudades son engendros que crecen sin orden ni concierto, mientras que nuestros pueblos son bastardos olvidados y condenados al subdesarrollo.
Esa es la primera causa de lo que sucede en nuestro país. Se sabe que los pueblos, en casi todas partes del mundo, son los núcleos de producción de los países. Allí están las granjas, las factorías y las minas que generan los productos que requiere la población. La ciudades por el contrario son núcleos de consumo, lugares donde se demanda servicios y productos, plazas de intercambio comercial, tecnológico y cultural. En pocas palabras: en el campo se produce y en la ciudad se consume. De esa frase tan simple nace nuestro drama nacional. Si en los campos no hay gente que produzca, no hay producción para abastecer los millones que esperan en las ciudades, ávidos de consumo. Por eso la inflación, el desempleo, la marginalidad. Si no tuviésemos el petróleo en nuestro subsuelo hace años hubiésemos colapsado.
Por ello Venezuela es diferente a cualquier otro país del mundo. Si en otro país hacen falta tomates, el Estado crea una política para incentivar la producción de tomates. En Venezuela, si hace falta tomates, el gobierno contacta ese país donde se produjeron y se los compra con los dólares que produce nuestro petróleo. Por eso vivimos en una realidad aparente, que puede durar por muchos años más, pero que es necesario cambiar. Lamentablemente para cambiarla es necesario entenderla. Creo que el asunto quedó bien explicado. Por eso pasemos a la solución.
Evolución y no Revolución
La solución es simple: dejar de depender del petróleo y repoblar nuestros pueblos. Eso se lo sabe todo el mundo. Si lo dejo hasta aquí todos pensarán que perdieron el tiempo leyendo algo que tantas veces se ha dicho. Bueno, dejar de depender del petróleo es comenzar a producir otros productos; comenzar a producir otros productos es crear industrias; crear industrias es utilizar mano de obra que está subutilizada en nuestros barrios; utilizar esa mano de obra es reorganizar la distribución demográfica de Venezuela; reorganizar la distribución demográfica no es otra cosa sino sacar a la gente de los barrios y llevarla a los pueblos donde se puede sembrar, crear empresas, desarrollar planes habitacionales, darle empleo a nuestra gente; en fin: hacer que Venezuela entre en la Vía Modernorum.
Entonces la cuestión queda reducida a realizar un gran éxodo para que nuestro pueblo emigre de las barriadas marginales a los centros de trabajo que serán los pueblos. ¿Cómo hacerlo? Creando las condiciones para que la gente quiera hacer esa migración, mejorando así su calidad de vida.
Lamentablemente eso es lo difícil. Estoy completamente convencido que ninguna persona acostumbrada a subsistir precariamente en nuestras ciudades, donde hay centros comerciales, parques, estadios, comercio, restaurantes, autopistas, discotecas y bares, y todas las comodidades que ofrece la ciudad, va a rechazarlas por irse a vivir en pueblos miserables y ardientes, donde lo único que se puede hacer es sacar una silla al frente para sentarse a beber cerveza y coger sereno.
La solución es que todos los esfuerzos del Estado venezolano estén dirigidos a crear nuevas condiciones de vida en los pueblos. Crear nuevas condiciones de vida es crear nuevas respuestas en el comportamiento de nuestro pueblo. Es lo que yo me atrevo a definir como “el efecto Sambil”. ¿Qué es eso? Eso es el mejor ejemplo de cómo nuestro pueblo puede superar la condición de atraso, ignorancia, anarquía, irrespeto y tantos otros vicios, si se le cambia las circunstancias de su entorno. En Venezuela el Centro Comercial ha cobrado una popularidad superior al club, al parque, a la plaza, a la universidad e incluso a la iglesia. Todos nos encontramos allí. Allí nos gusta pasar el tiempo, comer, ver una película, tomarnos un café o una cerveza, hacer las compras del mercado o simplemente caminar mientras ojeamos las vitrinas. Allí nos sentimos bien porque no hace calor, no hay un sol inclemente. Porque los pasillos están limpios, sin basura por doquier; porque hay luz, hay agua, no hay malandros rondando las esquinas; porque la gente no grita, va bien vestida, la mayoría casi emperifollada y perfumada como si fuesen a una fiesta. No hay un policía, ni un oficial de tránsito esperando por matraquear a los malpardos; ni siquiera se fuma allí dentro. No hay huecos en las calles, ni colas. En esas condiciones el venezolano se comporta distinto. Pobres y ricos se dan citan dentro del centro comercial; pero paradójicamente allí todos son iguales. La gente no escupe en el piso, no arroja la basura donde le da la gana, no raya las paredes, no grita ni insulta, no trasgrede la normas y sobre todo, no se la tira de papaupa: respeta. Resulta gracioso ver como la misma gente que se come los semáforos, en el Sambil, respetuosamente hace su colita para pagar en Mac Donalds. ¿Por qué se comportan tan diferente a como lo hacen en los lugares donde viven o trabajan? Porque el ser humano actúa por imitación, hace lo que hace la mayoría, y la mayoría hace lo que su entorno le indica que debe hacer. Por eso hacer que el pueblo vuelva a ser atractivo para la gente de las ciudades es relativamente simple.
Dejando a un lado los aspectos fundamentales que son responsabilidad del gobierno, como la salud, la educación, la vialidad y medios de transporte; modestamente se me ocurren tres cosas básicas; cosas que no cuestan casi nada y que cualquier persona con dos dedos de frente puede emprender:
1. Sustitución de techos de zinc por techos de teja: el zinc bajo el sol inclemente de nuestros pueblos se calienta hasta hacer de las casas saunas infernales. A esas temperaturas, que superan los 35°C en el interior de las viviendas, quién toma un libro para estudiar o simplemente distraerse leyendo, quién se sienta a trabajar. Nadie; yo no lo haría. Yo sacaría mi sillita y juagaría dominó y bebería cerveza. Si se sustituye el techo de zinc por techo de teja, la temperatura promedio interna desciende a 20°C. Ese sería el primer cambió en las circunstancias de vida de nuestro pueblo.
2. Reforestación intensiva de los pueblos: las calles áridas y desiertas, donde no hay la sombra ni de los postes de luz, no atraen sino a las iguanas y las lagartijas que salen a tomar el sol. Por el contrario, calles llenas de arboledas frondosas invitan a transitar respirando la frescura y los olores suculentos de las hojas. Al turista le gusta eso y al poblador se siente cómodo. Eso le cambia el rostro al pueblo. ¿Qué se necesita? Grandes viveros donde se produzca árboles en masa, y cuando esos árboles sean robustos y adultos, se trasplantan a la calles. De nada sirve sembrar maticas escuálidas y diminutas que los borrachos aplastan con sus carros. Los franceses cuando hacen sus obras dejan inmensos huecos en el suelo. Yo me preguntaba para qué eran los huecos. Pues cuando la obra estaba concluida una grúa tomaba árboles de dos metros de alto, que se transportaban en camiones, y los colocaban en sus respectivos agujeros. De un momento a otro, una calle desierta se transformaba en un hermoso bosque.
3. Plan Cine: lograr la transformación en los hábitos de vida depende de la ruptura con el aislamiento cultural en que viven nuestros pueblos. Hay que llevarles cultura; abrirle los ojos. ¿Pero cómo? Si construimos bibliotecas podría ser útil pero seamos claros, alguien que nunca ha tomado un libro en sus manos no lo va a hacer de la noche a la mañana. Yo tengo colegas ingenieros que me pregunta qué le veo yo a eso de leer. Por ello hay que buscar mecanismos alternos. Uno de ellos podría ser la televisión, pero lamentablemente nuestros canales, aunque le duela a muchos, tanto del estado como privados, lo único que hacen es embrutecer. Los privados con sus novelas cursis, mediocres y que exaltan precisamente todo esos vicios y conductas negativas de nuestro pueblo: la viveza, la irresponsabilidad, la indolencia. Los del Estado con la promoción permanente de la obra y proyecto político del gobierno. Entonces lo que queda es la música y el cine. La creación e salas de cine en la mayoría de pueblos de Venezuela pudiese ser una estrategia de apertura cultural. Así la gente tendría algo distinto por hacer y de esa forma podría conectarse con lo que pasa más allá de las cuatro calles del pueblo. ¿Por qué el cine? Porque es la solución más simple. Cualquier alcaldía puede financiar su construcción y la gente asistiría masivamente porque sentarse dos horas a ver una película no representa ningún esfuerzo intelectual, pero por el contrario, inocula ideas en las mentes de los espectadores y les abre las puertas para que comiencen a pensar por ellos mismos.
Hay muchos planes más. Lo ideal sería crear una cartera de programas y de esa forma constituir un plan de gobierno municipal. Luego formar líderes para la consecución de esos proyectos específicos y acostumbrar a la gente a no votar por un nombre o una cara, ni siquiera por una ideología, sino por un programa de obras y proyectos.
Algunas personas al leer mi planteamiento podrán pensar que mi solución es muy simple y superficial. Lo es, pero así es que se resuelven los problemas, con soluciones simples pero eficaces. En el mundo en que me desenvuelvo, la ingeniería, que no es otra cosa que el arte de resolver problemas, el mejor ingeniero es aquel capaz de resolver los problemas más complejos con las soluciones más simples y con la menor cantidad de recursos. Las profundidades de la cosas se abordan por sí solas y se van enfrentado sobre la marcha. Recuerden señores que el ser humano ha sido y será otra especie más del reino animal, igual de simple que muchas otras.
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